martes, 3 de noviembre de 2009




«ADSO»

»»»»»»»»»»»» Cuando Umberto Eco describe, hacia el final de El nombre de la rosa, la escena en que el protagonista, Guillermo de Baskerville, está derrotado, y acompañado de quien oficia como hilo conductor de toda la novela, Adso, su discípulo, que quiere decir «estar presente frente a», ve entristecido a su maestro que siente haber fracasado. Adso le dice que no fracasó, que pudo descubrir el misterio por el que murieron tantas personas, y el lugar dónde estaba el caballo perdido del abad, y que eso significa que hay un orden necesario en el universo. La respuesta de Guillermo discurriá en sentido contrario: «no, Adso, eso significa que hay un poco de orden en mi pobre cabeza» Exactamente allí se acaba la Edad Media. Toda la Edad Media había estado sostenida por esa convicción: por un pre-supuesto según el cual hay un orden teleológico en el universo, y que la mente humana es capaz de captarlo. Sin embargo, para que se pueda intentar proyectar mentalmente un orden en el universo, primero hay que dejar de creer que ese universo tiene un orden. Cuando los medievales planteaban la querella de los universales, los polemos, las polémicas sobre los términos universales, siempre echaban mano del ejemplo de la rosa porque, paradójicamente, es el menos espinoso de los ejemplos. Nada concerniente a lo moral, a lo político, ni al conocimiento humano. Por eso Umberto Eco llamó a su novela El nombre de la rosa. La última sentencia de esa novela está escrita por un anciano, que es Adso ya viejo, que se recuerda a sí mismo como testigo de la declinación final de un mundo que dará paso a la modernidad.